Sunday 23 December 2007

33

En esta época festiva, mientras aumentan las tazas de suicidio en el mundo, la mercadotécnica invitación a la reflexión (de preferencia no muy profunda) es constante. Para aquellos a los quienes no se les da existen Hallmark, el brindis del bohemio y Tony Camargo que no olvida al año viejo. Por mi parte les comparto una lista –sin orden de importancia ni afán de ser exhaustiva– de razones para celebrar (¡ah! esos pequeños placeres por los que vale la pena vivir), una por cada invierno/navidad/año nuevo/cumpleaños de la firmante:
  1. El café; su olor, su sabor, sus efectos
  2. Londres
  3. La luz del sol entre las hojas de los árboles
  4. Reirse hasta que el estómago duela
  5. Cantar
  6. El cine, siempre en la sala de cine
  7. La poesía
  8. Dormir sin ropa
  9. La risa de mis hijas, las preguntas de mis hijas, los ojos de mis hijas... mis hijas
  10. Los cielos claros y las noches estrelladas
  11. El tacto
  12. La mirada profunda
  13. Morder una manzana
  14. El viento en el rostro
  15. Hacer el amor
  16. Los Hugh: Laurie y Grant
  17. La correspondencia (en varias acepciones y tipos)
  18. Besar largamente
  19. La interacción
  20. La introspección
  21. Apasionarse; la rabia es mi vocación, diría el buen Silvio
  22. Los sueños vívidos
  23. La música
  24. El tejate (en jícara, por favor)
  25. Descalzarse
  26. Los abrazos intensos
  27. Las madrugadas lluviosas
  28. Limpiarse los oídos
  29. El violonchelo
  30. Las disertaciones filosóficas post-coitales (¡mucho más raras que los orgasmos!)
  31. Los paisajes de carretera
  32. Cocinar por (y con) placer
  33. Viajar en avión

El encore: ser efímera.

¿Mis propósitos para el 2008? Practicarlas todas, tenerlas todas, disfrutarlas todas.

La 23 y la 29 juntas: Aire, de la Suite No. 3 en Re mayor de Bach.

Sunday 23 September 2007

How the end always is

Tanto ruido y al final, por fin el fin.
Joaquín Sabina, “Ruido”

Hace poco recibí la llamada de una de las dos amigas de mi vida, quien me contó, bastante consternada, el último enfrentamiento con su pareja. De pronto me encontré diciéndole que viera esos arranques (que a decir verdad son recurrentes) como el precio de una relación tan pasional como la suya. Y es que la pasión tiene grandes encantos, pero puede resultar cara. Esto me lleva a recordar una plática previa con mi hermana en la que me planteó su teoría de que mis padres tuvieron una relación tormentosa por pasional. A pesar de que al momento de escucharlo me pareció que no habíamos crecido con la misma familia, me dediqué a armar recuerdos y a unir acciones y reacciones. El resultado fue una revelación maravillosa. En efecto, mis padres tuvieron una pasión que llevaron hasta el límite en el que ahora, con más de una década de divorcio formal, no pueden encontrarse en el mismo espacio civilizadamente. Y de niña recuerdo escenas de platos volando encima de nuestras cabezas, azotones de puertas y noches de sueño interrumpidas por gritos, llantos, amenazas de suicidio, e incluso la memorable presencia de un martillo. Pero también recuerdo, adolescente ya, haber tenido que salir huyendo de la habitación de un hotel, con mi hermana a punto del vómito, para dejar de oír lo que los altos techos de una ex hacienda en Morelos sólo amplificaban: mis papás “bañándose” juntos –al menos eso habían dicho que iban a hacer. Y francamente, a mi edad, eso de que mis progenitores hayan tenido una relación consumida por el fuego hasta las cenizas, me causa mucho más confort que espanto. Me parece que todos deberíamos experimentar eso al menos una vez en la vida para decir que pasamos por ella. Incluso las relaciones en apariencia más sencillas, como las amistades, no están exentas de momentos álgidos en los que quisiéramos (o de hecho lo hacemos) colgar el auricular o abandonar la mesa de negociaciones. Para colmo, debo reconocer que personalmente he tenido que cargar con la etiqueta de ser “demasiado” pasional en todos lados, lo que para mí es un absurdo –la pasión carece de calificativos, simplemente es o no es. Eso de que “la pasión es poca” es un eufemismo de que ya no existe. Todas las buenas relaciones deben ser pasionales para poder preciarse de serlo; en los casos en los que se logra su continuidad es generalmente a base de su sacrificio, del ejercicio esporádico de sus virtudes, o del uso de otras cosas (o personas) como válvula de escape. Tenemos a los apasionados del trabajo, a los apasionados de los hijos, a los que coleccionan amantes y a los que combinan un paliativo y otro a lo largo de sus días. Claro que la pasión es también extenuante. Si nos entregáramos a ella totalmente, además de tener que ser altamente creativos, inevitablemente habríamos de verla llegar a su fin. Es como los cerillos, luminosos y fugaces. Por eso la metáfora de la pasión suele ser una vela pero, a menos que se apague de vez en cuando, no hay cera (ni pabilo) que dure para siempre.
Para terminar, propongo un ejercicio: enumere las relaciones importantes de su vida que por alguna causa ya no son. Recuerde cómo acabaron. Si no le causan ahora ningún sentimiento (negativo o positivo), o no fueron tan memorables o usted tiene un alma zen. Existe una tercera opción, y es que, según Gestalt, aún no han cerrado su ciclo. No se ha dado el final porque todavía hay algo en el tintero: aclaraciones, dudas, reclamos, confesiones aplazadas. Se puede vivir así, por supuesto, pero existe la posibilidad de que esas relaciones revivan un día cual Frankenstein, en pedazos, confusas y medio brutas. Esto lo digo, claro, sin querer obstaculizar su monstruoso futuro, pero sustentada en la experiencia propia y en lo que he observado a mi alrededor: las únicas relaciones que mueren en silencio son las que en realidad nunca hicieron ruido.

En honor a 25 años de Ruido de mis papás, Joaquín Sabina y su forma única de cantar verdades...

Saturday 25 August 2007

Tie another one to your arm, babe...

Cuando uno alcanza la edad adulta, las adicciones parecen una excusa para lograr cosas que de manera regular nos son inalcanzables. Pongamos mi ejemplo: en cuanto estoy sola frente a la pantalla de la computadora tiendo a encender un cigarro. Para mí la mezcla de soledad, tiempo para dar rienda suelta a mis propias preocupaciones y mis desveladas angustias, y la oportunidad de poner en blanco y negro mis introspecciones, me hace sentirme libre. Libre para, entre otras cosas, atentar contra mi salud fumando. Pero ¿por qué el cigarro? No diré la larga lista de cosas que ya sé (y sabemos todos) sobre lo nocivo de meterse a los pulmones el resultado de una combustión maléfica de tabaco y químicos adictivos, ni tampoco argüiré la tan socorrida mentira de que sabe bien. Más bien debo confesar que de alguna extraña manera me brinda la sensación de estar a cargo de mi propia vida, de poseer un cuerpo para echarlo a perder como me de la gana y decidir un poco sobre mi decadencia. Hoy recibimos la noticia de un compañero de trabajo que murió de cáncer el sábado pasado. No me impresiona mucho, ni puedo decir que sienta pena, pero ciertamente me recuerda la tonta decisión que tomo cada vez que inhalo este veneno. Con tantas medidas a favor de los no fumadores, como una muestra más de la hipócrita sociedad en la que me ha tocado vivir, pocas han sido las veces que he tenido que contestar a mis alumnos por qué fumo. Por estupidez, es siempre mi respuesta. Mis padres me inculcaron que era malo, ninguno de los dos fuma ni ha fumado nunca a pesar de que tres de mis abuelos lo hicieron, los maternos por hábito y hasta la muerte, y el paterno por gusto y poco tiempo. Pero no está en la sangre, ni en lo que nos rodea; si bien es cierto que las ansias de pertenecer a un grupo pueden ser poderosas en la adolescencia (y de hecho a lo largo de toda la vida), no fueron nunca la razón de fondo por la que pedí a mis noveles amigas de sexto año de preparatoria que me enseñaran a fumar, sino más bien la idea de que al hacerlo se abrirían las puertas de un camino de experimentación que en ese entonces me parecía muy atractivo. Fumar tabaco era el primer paso para probar la mariguana, y era allí donde quería llegar para develar todos los misterios de la vida. Inocencia juvenil, otra vez. Llegó el momento, varios años más tarde, y entonces descubrí que no era allí donde encontraría las respuestas. No probé más: nunca me sedujo particularmente el alcohol ni el resto de las drogas, y ahora francamente la idea de probar algún estupefaciente o alucinógeno me llena de pereza. Sin embargo no he querido separarme de este vicio por más de dos años seguidos, y en honor de la verdad diré que he adquirido otros. La coca-cola, por ejemplo. Esa sí la disfruto del todo, me encanta como sabe y cómo puede levantar desvelados con su cafeína. Pero prefiero el café, cargado y sin azúcar, para efectos de despabilar los ojos. Soy adicta al amor sin condiciones, a la utópica idea de la amistad auténtica y sincera, a los besos largos y privados, a las noches sin nubes y frías, al sueño que está lleno de vidas alternas, y al poder de la verdad por sobre todas las cosas. Me pronuncio a favor del desorden que lleva dentro una organización indescifrable, y a favor de la muerte que es una incomprendida necesaria. Soy adicta al sufrimiento que me da la ignorancia, el saber que jamás podré saberlo todo, pero lucho contra ella todo el tiempo y, sobre todo, soy adicta a la conversación que siempre abre los ojos y las puertas del alma, aunque no siempre es clara ni efectiva. Y sé que todos somos, de alguna forma u otra, víctimas convencidas de las adicciones. La campaña que suena en todos lados, cuyo lema es “Vive tu vida sin adicciones”, me parece falaz y poco honesta. Incluso poco recomendable. No imagino la civilización como es ahora, si en algún momento de la historia de la humanidad nos hubiera dado por ser completamente sanos. ¿Qué pensarán mis hijas de este mundo de caos? ¿Qué drogas existirán cuando ellas sean jóvenes para sobreponerse a la realidad? ¿Se sumarán a las filas de los vegetarianos, de los libres de sustancias que alteren, de los fat/caffeine/alcohol/lactose/sugar/animal/nicotine-free? ¿Optarán por las versiones light? –como si hubiera una versión light del dolor, de la rabia, de la pobreza...- Desde aquí me planto, hasta ahora a sabiendas de las repercusiones, con el cigarro en mano y la certeza de que nunca he querido vivir para siempre, de que esta envoltura de mí misma está de cualquier forma degenerándose, pudriéndose, muriéndose cada segundo desde que nací, y que de todos modos ¿quién quisiera tenerla intacta? Al menos yo, no, ¿para qué? Como acertadamente dijo Freddie Mercury acompañado por Queen en la canción-tema de Highlander: who wants to live forever when love must die?


El video de Queen interpretando Who wants to live forever con escenas de Highlander (1986), película protagonizada por Christopher Lambert y Sean Connery.

Tuesday 24 July 2007

Why?

Un día llegué a los treinta. Esta simple oración me hace caer en incontables reflexiones a lo largo de cada día que ha venido ocurriendo desde entonces. El hecho es que de pronto me encontré con que sigo aquí, más allá de lo que uno pasa considerando la juventud durante los previos años, y tengo aún estas ganas, juveniles, digamos, de plasmar en palabras de lo que se ha tratado este viaje a la fecha. Se acumulan los días y la batalla por comenzar parece no poder ser aplazada más. Así que me encuentro en el punto de partida. Hoy, en un breve momento de soledad y café, caí en cuenta de que podría dividir los años anteriores en tres etapas: los 10 primeros años, en los que pasé sorprendiendo a las personas a mi alrededor, un sueño académico, una poeta incipiente, una niña bonita. Pero las sorpresas no eran todas tan buenas: también fui la “niña no”, Y. “Contreras” y más de una vez impresioné a los adultos que me rodeaban con mi falta de diplomacia y mi carencia de tacto. Claramente decía la verdad, como dice el adagio que hacen los niños, pero nunca me pude detener, cosa que debió darles a mis padres (y a mí misma) algún indicio de mi más terrible poder y mi más temido don. De los once a los 15 dejé de preocuparme por ser la estudiante estrella –no tenía caso entrar a una competencia que siempre visualicé ganada por mi hermana-, así que simplemente me dediqué a ser yo, con todos los peligros que ello implica, pero sin preocuparme por nada más. Creé, junto con mi hermana, las reglas del techo que misteriosamente compartimos a una edad absurda; me enamoré de un hombre 11 años mayor que yo y me dediqué a convencerlo (con éxito) de que era la mujer de su vida, levanté cejas, envidias y voluntades, pagué caro todo con un año terrible en una escuela vespertina de la que logré borrar todos los nombres y casi todas las caras de las personas que conocí en ella. Extrañamente allí encontré a la mayoría de los mejores maestros que he tenido, pero como ya dije, ni siquiera puedo recordar con certeza su físico. Cuando cumplí los quince me era bastante claro que la esperanza de mis padres en mí era secundaria, y realmente creía que no podía culparlos. Mi hermana lo era todo, y lo más impresionante, parecía capaz de lograr todo. Esta visión me trajo grandes ventajas. Dejé de sentir presión por realizar sus sueños, me despreocupé totalmente de complacerlos y simplemente me entregué a la búsqueda de un yo que ahora sé que no estaba tan bien plantado. De entonces a los 30 fui un caos de enamoramiento, equivocación y peleas brutales con la vida misma. Pero especialmente la última década me convirtió en quien ahora, y este ahora puede ser volátil, me auto nombro: un ser autónomo, un tanto anciano y por lo tanto achacoso, con una pequeña dosis de sabiduría y muchísima más de incertidumbre. Y llegaron los 30 como un parteaguas a partir del que uno se desliza hacia abajo, con más velocidad de la que quisiera, hacia la decadencia. Porque aunque la expectativa de vida haya aumentado bastante, me tomo de la mano de otros más sabios que yo, como Ernest Hemingway, que decidieron ponerse fin antes de continuar con los sesenta. Esta es la mitad de la línea, la división mortal entre lo hecho y lo que ya no ha de hacerse. Y es que no pasa uno treinta años esperando el momento triunfante de la madurez simplemente para verlo llegar y seguir en el camino, debe haber un punto definido en el que las cosas se conviertan en la delimitación del ser y reviertan la falacia, tan palpable en la inocencia de la juventud, de ser uno la medida de todas las cosas. Pero no me mal entiendan, no me considero la víctima de lo que me rodea, simplemente no creo que haya que pelear más (causa perdida de por sí) para que el mundo se ajuste a lo que una pequeñísima muestra de la capacidad de la naturaleza termina siendo. Gran revelación, por cierto, porque de pronto la vida se convierte en una metáfora marina: dejarse llevar por la marea de vez en cuando es la mejor manera de llegar a la isla que queremos. Ahora entiendo aquello de “dejar ser” y no me causan gran impresión las máximas ideológicas de hallar el propio lugar en el universo. Menos belicosidad corre por mi sangre, que no deseos de que la estancia en esta vida pueda ser más placentera para mí, y por qué no, para una soñadora socialista –como en algún tiempo firmé mis cartas, y en el mayor espectro de socialista como ser social- que comprende su espacio como transitorio y su camino como recorrido por otros pero a la misma vez como único visto por estos ojos únicos. Espero que estos artículos sean, de alguna forma mórbida, una referencia para mi yo futuro y, por lo pronto, la terapia de un yo presente que se ríe de todo y todo toma en serio.