Tuesday 24 July 2007

Why?

Un día llegué a los treinta. Esta simple oración me hace caer en incontables reflexiones a lo largo de cada día que ha venido ocurriendo desde entonces. El hecho es que de pronto me encontré con que sigo aquí, más allá de lo que uno pasa considerando la juventud durante los previos años, y tengo aún estas ganas, juveniles, digamos, de plasmar en palabras de lo que se ha tratado este viaje a la fecha. Se acumulan los días y la batalla por comenzar parece no poder ser aplazada más. Así que me encuentro en el punto de partida. Hoy, en un breve momento de soledad y café, caí en cuenta de que podría dividir los años anteriores en tres etapas: los 10 primeros años, en los que pasé sorprendiendo a las personas a mi alrededor, un sueño académico, una poeta incipiente, una niña bonita. Pero las sorpresas no eran todas tan buenas: también fui la “niña no”, Y. “Contreras” y más de una vez impresioné a los adultos que me rodeaban con mi falta de diplomacia y mi carencia de tacto. Claramente decía la verdad, como dice el adagio que hacen los niños, pero nunca me pude detener, cosa que debió darles a mis padres (y a mí misma) algún indicio de mi más terrible poder y mi más temido don. De los once a los 15 dejé de preocuparme por ser la estudiante estrella –no tenía caso entrar a una competencia que siempre visualicé ganada por mi hermana-, así que simplemente me dediqué a ser yo, con todos los peligros que ello implica, pero sin preocuparme por nada más. Creé, junto con mi hermana, las reglas del techo que misteriosamente compartimos a una edad absurda; me enamoré de un hombre 11 años mayor que yo y me dediqué a convencerlo (con éxito) de que era la mujer de su vida, levanté cejas, envidias y voluntades, pagué caro todo con un año terrible en una escuela vespertina de la que logré borrar todos los nombres y casi todas las caras de las personas que conocí en ella. Extrañamente allí encontré a la mayoría de los mejores maestros que he tenido, pero como ya dije, ni siquiera puedo recordar con certeza su físico. Cuando cumplí los quince me era bastante claro que la esperanza de mis padres en mí era secundaria, y realmente creía que no podía culparlos. Mi hermana lo era todo, y lo más impresionante, parecía capaz de lograr todo. Esta visión me trajo grandes ventajas. Dejé de sentir presión por realizar sus sueños, me despreocupé totalmente de complacerlos y simplemente me entregué a la búsqueda de un yo que ahora sé que no estaba tan bien plantado. De entonces a los 30 fui un caos de enamoramiento, equivocación y peleas brutales con la vida misma. Pero especialmente la última década me convirtió en quien ahora, y este ahora puede ser volátil, me auto nombro: un ser autónomo, un tanto anciano y por lo tanto achacoso, con una pequeña dosis de sabiduría y muchísima más de incertidumbre. Y llegaron los 30 como un parteaguas a partir del que uno se desliza hacia abajo, con más velocidad de la que quisiera, hacia la decadencia. Porque aunque la expectativa de vida haya aumentado bastante, me tomo de la mano de otros más sabios que yo, como Ernest Hemingway, que decidieron ponerse fin antes de continuar con los sesenta. Esta es la mitad de la línea, la división mortal entre lo hecho y lo que ya no ha de hacerse. Y es que no pasa uno treinta años esperando el momento triunfante de la madurez simplemente para verlo llegar y seguir en el camino, debe haber un punto definido en el que las cosas se conviertan en la delimitación del ser y reviertan la falacia, tan palpable en la inocencia de la juventud, de ser uno la medida de todas las cosas. Pero no me mal entiendan, no me considero la víctima de lo que me rodea, simplemente no creo que haya que pelear más (causa perdida de por sí) para que el mundo se ajuste a lo que una pequeñísima muestra de la capacidad de la naturaleza termina siendo. Gran revelación, por cierto, porque de pronto la vida se convierte en una metáfora marina: dejarse llevar por la marea de vez en cuando es la mejor manera de llegar a la isla que queremos. Ahora entiendo aquello de “dejar ser” y no me causan gran impresión las máximas ideológicas de hallar el propio lugar en el universo. Menos belicosidad corre por mi sangre, que no deseos de que la estancia en esta vida pueda ser más placentera para mí, y por qué no, para una soñadora socialista –como en algún tiempo firmé mis cartas, y en el mayor espectro de socialista como ser social- que comprende su espacio como transitorio y su camino como recorrido por otros pero a la misma vez como único visto por estos ojos únicos. Espero que estos artículos sean, de alguna forma mórbida, una referencia para mi yo futuro y, por lo pronto, la terapia de un yo presente que se ríe de todo y todo toma en serio.