Saturday 25 August 2007

Tie another one to your arm, babe...

Cuando uno alcanza la edad adulta, las adicciones parecen una excusa para lograr cosas que de manera regular nos son inalcanzables. Pongamos mi ejemplo: en cuanto estoy sola frente a la pantalla de la computadora tiendo a encender un cigarro. Para mí la mezcla de soledad, tiempo para dar rienda suelta a mis propias preocupaciones y mis desveladas angustias, y la oportunidad de poner en blanco y negro mis introspecciones, me hace sentirme libre. Libre para, entre otras cosas, atentar contra mi salud fumando. Pero ¿por qué el cigarro? No diré la larga lista de cosas que ya sé (y sabemos todos) sobre lo nocivo de meterse a los pulmones el resultado de una combustión maléfica de tabaco y químicos adictivos, ni tampoco argüiré la tan socorrida mentira de que sabe bien. Más bien debo confesar que de alguna extraña manera me brinda la sensación de estar a cargo de mi propia vida, de poseer un cuerpo para echarlo a perder como me de la gana y decidir un poco sobre mi decadencia. Hoy recibimos la noticia de un compañero de trabajo que murió de cáncer el sábado pasado. No me impresiona mucho, ni puedo decir que sienta pena, pero ciertamente me recuerda la tonta decisión que tomo cada vez que inhalo este veneno. Con tantas medidas a favor de los no fumadores, como una muestra más de la hipócrita sociedad en la que me ha tocado vivir, pocas han sido las veces que he tenido que contestar a mis alumnos por qué fumo. Por estupidez, es siempre mi respuesta. Mis padres me inculcaron que era malo, ninguno de los dos fuma ni ha fumado nunca a pesar de que tres de mis abuelos lo hicieron, los maternos por hábito y hasta la muerte, y el paterno por gusto y poco tiempo. Pero no está en la sangre, ni en lo que nos rodea; si bien es cierto que las ansias de pertenecer a un grupo pueden ser poderosas en la adolescencia (y de hecho a lo largo de toda la vida), no fueron nunca la razón de fondo por la que pedí a mis noveles amigas de sexto año de preparatoria que me enseñaran a fumar, sino más bien la idea de que al hacerlo se abrirían las puertas de un camino de experimentación que en ese entonces me parecía muy atractivo. Fumar tabaco era el primer paso para probar la mariguana, y era allí donde quería llegar para develar todos los misterios de la vida. Inocencia juvenil, otra vez. Llegó el momento, varios años más tarde, y entonces descubrí que no era allí donde encontraría las respuestas. No probé más: nunca me sedujo particularmente el alcohol ni el resto de las drogas, y ahora francamente la idea de probar algún estupefaciente o alucinógeno me llena de pereza. Sin embargo no he querido separarme de este vicio por más de dos años seguidos, y en honor de la verdad diré que he adquirido otros. La coca-cola, por ejemplo. Esa sí la disfruto del todo, me encanta como sabe y cómo puede levantar desvelados con su cafeína. Pero prefiero el café, cargado y sin azúcar, para efectos de despabilar los ojos. Soy adicta al amor sin condiciones, a la utópica idea de la amistad auténtica y sincera, a los besos largos y privados, a las noches sin nubes y frías, al sueño que está lleno de vidas alternas, y al poder de la verdad por sobre todas las cosas. Me pronuncio a favor del desorden que lleva dentro una organización indescifrable, y a favor de la muerte que es una incomprendida necesaria. Soy adicta al sufrimiento que me da la ignorancia, el saber que jamás podré saberlo todo, pero lucho contra ella todo el tiempo y, sobre todo, soy adicta a la conversación que siempre abre los ojos y las puertas del alma, aunque no siempre es clara ni efectiva. Y sé que todos somos, de alguna forma u otra, víctimas convencidas de las adicciones. La campaña que suena en todos lados, cuyo lema es “Vive tu vida sin adicciones”, me parece falaz y poco honesta. Incluso poco recomendable. No imagino la civilización como es ahora, si en algún momento de la historia de la humanidad nos hubiera dado por ser completamente sanos. ¿Qué pensarán mis hijas de este mundo de caos? ¿Qué drogas existirán cuando ellas sean jóvenes para sobreponerse a la realidad? ¿Se sumarán a las filas de los vegetarianos, de los libres de sustancias que alteren, de los fat/caffeine/alcohol/lactose/sugar/animal/nicotine-free? ¿Optarán por las versiones light? –como si hubiera una versión light del dolor, de la rabia, de la pobreza...- Desde aquí me planto, hasta ahora a sabiendas de las repercusiones, con el cigarro en mano y la certeza de que nunca he querido vivir para siempre, de que esta envoltura de mí misma está de cualquier forma degenerándose, pudriéndose, muriéndose cada segundo desde que nací, y que de todos modos ¿quién quisiera tenerla intacta? Al menos yo, no, ¿para qué? Como acertadamente dijo Freddie Mercury acompañado por Queen en la canción-tema de Highlander: who wants to live forever when love must die?


El video de Queen interpretando Who wants to live forever con escenas de Highlander (1986), película protagonizada por Christopher Lambert y Sean Connery.