Thursday 3 July 2008

Gravity

Gravity is working against me
Gravity wants to bring me down...
John Mayer

Durante mi deprimente búsqueda de trabajo me han surgido varias ideas, una de las menos aburridas es hacer una lista de preguntas estúpidas. Sigo coleccionándolas, al parecer con ese único fin, pero en mi entrevista más reciente surgió una que francamente no puede dejarse para luego, principalmente por todo lo que me hizo pensar. Hay que visualizar el contexto: la dirección de una escuela desconocida en medio de una zona industrial en Azcapotzalco. La directora queriendo jugar su papel seriamente, sentada frente a mí en una oficina en donde hay un espacio ridículo en el que tuve que colocar una silla penosamente para sentarme. Me explica que me hará una serie de preguntas con un fin que no alcanzo a entender del todo, y que debo de contestarlas con lo primero que me venga a la mente. Todas son francamente absurdas, pero he tenido un duro entrenamiento últimamente. De pronto dice: “¿Cómo te gustaría morir?” Yo la miro a los ojos queriendo encontrar algún sentido en eso, mientras mi mente sólo puede producir un “como sea”. Pero la parte mía que aún puede distinguir entre lo que los demás quieren escuchar y lo que no, me hace decir “Supongo que nunca he pensado en el cómo” –y prontas en mi cabeza galopan las palabras cáncer, accidente, sangre, definitivo, agonía, molestias, pronto, tragedia- y compongo un “supongo que de muerte natural” pero Y. se ríe de mí. Y ríe tan fuerte que ahoga el resto del cuestionario. El eco de esa risa no me deja mientras sigo el procedimiento, mientras hablo en inglés, mientras planeo una clase, mientras hago un dibujo idiota y escribo su historia, mientras emprendo el largo camino de vuelta a mi mundo. Sólo me deja en silencio cuando lo cambio por la única respuesta que sé honesta: ¿para qué decir cómo? ¿Para qué desear una forma específica de dejar de existir? ¿Con qué fin si a la vida que nunca ha escuchado mis deseos le he permitido ser hasta ahora, le he dejado decepcionarme una y otra vez, la he continuado cada vez con menos expectativas? ¿Por qué esperar de la muerte algo más bondadoso que su llegada? Dejémonos de trivialidades, de añoranzas, de hipocresías. Con tan sólo llegar me hará feliz. Y nada de lo que dice el mundo cuando lo escucha hace que esa verdad cambie. No hablo de culpas, no hay ningún reclamo. Me place ser quien soy, sin más dimensiones que lo que se ve, sin misterios. Y a través de los años he procurado ver en todo esa misma esencia. Juego, porque es la única forma de vivir, a que aún hay algo por descubrir, a que hay secretos que me serán develados a su tiempo, a que yo misma soy un elemento inacabado. Pero ya es suficiente. Lo digo sin rencor y sin asombro, y ofrezco este recuento para probar que en verdad puedo darme por bien servida.
Yo no soy nada más que un conjunto azaroso de circunstancias. Mi cuerpo cambia con los ciclos lunares, con el clima, con la presión externa y con la altura, incluso con mi posición y mi postura. Envejezco, me oxido, me degrado. Me salen canas, pierdo la vista, me crecen las uñas, mi piel se regenera. La hernia incisional empeora y mejora con mi humor, con el esfuerzo o el descanso diarios, con los estados de cuenta y las frustraciones, al igual que la dermatitis que nunca realmente me ha dejado desde que el primero de mis abuelos lo hizo. Mi mente es otra cosa, pero al final no es nada por sí misma. Da vueltas, se rebela, duele. Muchas veces me excede y me domina, y a veces el alcohol es una cura, pero ni siquiera el sueño la detiene. Amo, como sólo se puede amar por decisión propia, a algunos desafortunados seres vivos y ciertas cosas inertes como los libros, que en ese amor cobran vida propia. Me aman, de a poco y constantemente, de lejos y a veces de cerca. Pero nadie de los que lo hacen lo hace mal, sino de acuerdo a lo que puede amarse a esto que ha quedado descrito como yo.
Mi madre es la mejor madre posible. Es tan buena en su papel que intimida, y lo ha hecho siempre. Nada le es imposible, encuentra tiempo para las cosas más inverosímiles, cumple todo compromiso hasta el exceso. Querer ser como ella es una ambición inalcanzable. Cuando era niña me encantaba dibujar, pero terminé abandonando mis fútiles intentos al ver cómo lo hacía ella. Es y ha sido siempre así, aún a pesar de sí misma. Y por ello la amo.
Mi padre es lo que es, y no hay nada qué hacer al respecto. Está cuando lo veo, y el resto del tiempo se difumina entre mis recuerdos. Cuando caigo en la tentación de pensar que algún día fue diferente me detengo a preguntar si acaso no es más bien que yo era otra. No es abuelo de mis hijas y tampoco es mi padre ahora. Es tan sólo él, y le amo sin remedio.
Mi hermana es mi espejo y yo soy el espejo en que ella se mira. Entre nosotras hay reflejos que sólo la otra conoce. Es el pasado presente y todo lo que nunca pude ser. He aprendido a mirarla hasta la médula, esa que igual podríamos donarnos, y a amarla por errar y por seguir, por acertar y regodearse, por no haber entendido aún que no he cometido menos errores que ella, sino que he hallado la manera de perdonarme más veces.
El amor de mi vida es el mejor hombre que conocí jamás. La persona más constante en su bondad, la más solidaria, aunque no coincidamos en lo que las merece. Me sigue a su paso cuando corro, se detiene a acompañarme mientras respiro, me observa desde lejos cuando intento sanar y cuando me levanto aplaude. Confía, y cuando no lo hace sabe mirar hacia otro lado y actuar como si lo hiciera. Lo llevo hasta los límites, lo desarmo y recojo las piezas para armarlo de nuevo, y sigue estando allí, incólume, silencioso. Pone lastres sobre mí sin los que yo sería tan libre que seguro no tendría raíces y me habría perdido.
Mis hijas están hechas de la materia más perfecta que existe. Tan moldeables y finas que no puedo evitar desear no tener que tocarlas para no dejar huellas en esa superficie brillante y magnífica, para no manchar de forma alguna su identidad y su belleza. Nadie ni nada me ha hecho tener sueños o pesadillas más gozosas ni más aterrantes. Las acaricio y siento lo intangible, lo etéreo, lo fugaz. Las observo con la inexpugnable culpa de haberles dado la vida, de haber deseado que fueran sin poder asegurar su felicidad, de haber pecado tanto de egoísmo como para creerme un día digna de su presencia.
Los amigos son planetas fuera del mío. Tierras que visito de vez en vez para admirar su paisaje, para sufrir su clima, para respirar su aire. Algunos llevan años compartiéndose, desde que estaban en la búsqueda de sus propias montañas, como yo, desde que los habitaban seres ahora extintos y los cubría un follaje exótico y un océano límpido. Otros, ya bien definidos, han dejado que sus volcanes despierten para hacer erupción en mi honor, para cubrir espacios con una lava espesa que poco a poco se convierte en roca de formaciones caprichosas mientras nos consume lentamente. Pasean también por mí, me exploran, abren caminos, quitan la hierba, reacomodan las rocas, riegan los árboles; a veces también recorren rutas conocidas y alimentan los bichos a su paso. Saben decir qué quieren y echar mano de mi aprecio, se hacen oír y temen escucharme, pero aún así lo hacen. Y juegan a alinearse conmigo y a alejarse de mí girando a su ritmo único, siguiendo sus propias órbitas.
También llevo conmigo a los que han muerto. El abuelo amoroso, enorme, sin refinar, riéndose a carcajadas, cargando una bolsa de medicinas, compartiendo los antojos infantiles como otro niño; el segundo en marcharse, por quien comprendí que la vejez no era el solaz ni la satisfacción alcanzada, con el ron en la mano y el olor a cigarro, con la poca paciencia que le quedaba y que ni los polvos de Don Pin Pirulando pudieron extender cuando se encontró solo y ya no tenía sentido pintarse el bigote. La abuela que lo amaba con amor de novela, que crió seis hijos y vio morir a otros tantos en sus brazos, que me enseñó a hacer bombas de chicle hasta que se pegó su dentadura, que nos contó su historia una noche de chicas, acostadas en el suelo, quien jamás regresó completamente luego de haber perdido la independencia que la caracterizaba. Y la última en dejarnos, la de las manos nudosas de las que brotaba una comida fabulosa, la inamovible, de cabello como el mío, quien jamás se perdonó y cargó su vida como un sino, la que quiero que salga a mi encuentro para ayudarme a soportarlo si es que hay algo después de esto.
¿Cómo quiero morir? De cualquier forma. En cualquier momento. Por una vez no seré quisquillosa. Tomo prestadas tus palabras, tío Ernesto, con fines mucho menos ejemplares pero claros, porque la promesa de la muerte es lo único que hace la vida soportable: bienvenida sea.

Un talentoso y bello joven llamado John Mayer, interpretando Gravity, la perfecta canción para este estado; yes, please "Just keep me where the light is"...