Monday 30 March 2009

The fool on the hill

Estos últimos días han sido como si quienes se interesan en leerme (y en hablarme y en quererme) hubieran sido invitados a una lectura de Tarot en la que, como carta principal, salió el loco –para la mayoría, además, probablemente salió al revés. Para mí la sorpresa ha sido la suya. Pareciera que se esperaban sólo signos de bonanza y augurios de felicidad, pero el loco, con el siguiente paso hacia el abismo, ajeno a todo, con la mirada perdida y la flor en la mano, parece más impresionante aún que la muerte. Y yo que lo veo como una carta linda, como un personaje que no sabe muy bien nada y sin embargo canta y baila sin interés alguno en saberlo. El loco entre los cuerdos tiene el poder de hacerlos recordar que, a pesar de que quizá no todos tengan al músico o al poeta, el loco nunca falta; esta allí, conversando con otros, hablando de la vida cotidiana, escribiendo un blog. Parece tan convencional, tan como todos, tan conforme, tan fuerte, tan capaz… El loco se tambalea. De pronto todos miran. No hubo aviso, no se le veían signos, no se echaba a llorar sin pretexto, no platicaba con su sombra en las esquinas de los cuartos, no estallaba en pedazos, no miraba los cuchillos sospechosamente cuando cocinaba, no se alcoholizaba hasta no saber quién era, no se desnudaba a la menor provocación. Era un loco que parecía cuerdo, tan cuerdo como nosotros, los otros. ¿Estaremos locos también? ¿Qué habremos hecho para que este loco se descubra? ¿Qué nos hace merecedores de un loco, este loco, entre nosotros? ¿Qué le ha dado el derecho de cansarse, de intentar huír, de no querer continuar? No puede ser así, tiene que componerse. Tiene que ver la luz y seguir adelante. Tiene que reaccionar y vivir porque no ha vivido suficiente. Tiene que concentrarse en lo que tiene. Lo que tiene bueno, claro. Hay tanto bueno alrededor, basta con ver la carta: paisaje hermoso, perrito que le ladre, sol brillante. Lleva ropas vistosas, botas llamativas, sombrerito de pluma, hasta equipaje al hombro indicando que algo posee. No sabemos cómo se siente loco el loco, cómo llegó hasta allí, convertido en un loco, tontamente mirando a lontananza, perdido en una canción que le hipnotiza, tarareando su mantra. Mas, pobre loco aquél que sabe que está loco. Pobre porque sí ha visto el abismo delante y ha escuchado el aviso de su perro, y ha leído en el cielo y en el agua que no hay otra manera de asumirse. Se ha detenido allí, en el arcano, para decir a todos que está loco. Llegó a la orilla y aspiró este aire, miró hacia abajo y no pudo ver nada. Tuvo que reunir fuerzas para entender que no había podido simplemente ser loco y dejar de ser, y en cambio seguía siendo. Tuvo que sentarse. Tuvo que contestar preguntas para las que ya no hallaba respuesta e intentar explicarse. Tuvo que aclarar que no era una repartición de culpas. Tuvo que lidiar con la visión de su tristeza reflejada en los rostros los otros. Oyó que le querían más veces de las que recordaba en muchos años. Tuvo que pedir tiempo, y paciencia, y confianza. Tuvo que desarmar el atado que cargaba y observar los contenidos, uno a uno. Acarició al perro y sembró la flor.

Tiene una cita el martes. Pobre loco. Tendrá que echar a andar de nuevo, y temprano. Tendrá que verse otra vez al espejo. Tendrá que calzarse las botas amarillas y ponerse el sombrero y tomar la pesera. Tendrá que encontrarse con más sinsentidos, tendrá que tropezarse con más piedras, tendrá que conseguir una sonrisa para los días nublados, aunque venga embotellada y con receta. Tendrá que olvidar.

Sólo que ahora se sabe que algún día recorrió la ruta hacia el despeñadero.

El siempre genial y guapísimo Lindsey Buckingham con Go Insane:

Two kinds of trouble in this world: living, dying / I lost my power in this world and the rumors are flying...

Wednesday 11 March 2009

Failure

Resulta que el sábado pasado me tragué un docena de Tafiles. Había estado rondándome la idea desde que el Dr. Prescripciones Gratis -egresado de la Universidad del Vademécum- me dió la mitad de una pastilla tras uno de esos días en los que simplemente no pude dormir. Me fijé dónde estaban (nada realmente fuera del alcance de mis impulsos suicidas, sinceramente) y con los días lo sentí incluso como una franca invitación. Conté las pastillas: doce. Fáciles de tragar, porque hago esfuerzos hasta con las aspirinas. Aún así me preparé para un fin de semana bueno, aunque el ánimo siempre está a la baja. Pero en la madrugada del viernes, solitita como suelo estar frente a la compu, oyendo a Radiohead incesante y magnífico, llegué a la conclusión de que Idioteque debería escucharse al menos bajo el suave influjo de la mariguana. Por ahí tenía un guardadito añejo (realmente añejo, para los conocedores, porque tenía más de diez años conmigo) que, como buena consumidora hiper-esporádica, me hizo agua la boca. Busqué y rebusqué –eso de vivir con otros tiene muchas desventajas en estas cuestiones- y en lugar de encontrar mi añorado tesoro, encontré otras cosas que me echaron a andar nuevamente la cabeza. ¿Quién es esta persona que comparte mi espacio? ¿Cómo es que llevo más de veinte años invertidos en él sin conocerlo? ¿En qué clase de persona me convierte seguir así? Bueno, y en general ¿por qué sigo aquí –en este lugar, en esta ilusión, en esta vida? ¿Cuál es el caso de abrir los ojos, de levantarse, de seguir los días? Ciertamente no soy rescatable. Para accidentes casuales ya estuvo bien, para experimento ya me harté. Y a pesar de eso me fui a la cama sobria como el gato del vecino (que ya sé que el vecino no lo está tanto), esperando conseguir respuestas a mis ahora varias preguntas, no sólo la inocente “¿dónde está mi mota?”, después del sueño. El sábado me bañé perfumada con olor a toronja, me depilé y me dije que, si nadie lo notaba viva, al menos mi incineración no olería tanto a pelos. Me reí. Puse empeño en mi cabello –todavía algo de mí que a veces quiero. Con el atardecer llegó el momento de hurgar en ese otro. No hubo revelaciones, más “no sé”, otros “ya no me acuerdo”. El Alzheimer selectivo presente de nuevo. Y sin droga, sin ánimo, vacía, incluso maltratada como cada que levanto la mano y cuestiono, vi el DVD que el otro había elegido, que en un intento por ser amable me había invitado a ver y que yo, en un gesto de voluntad incólume (como, aunque nadie crea, tengo muchísimos últimamente) accedí a ver con él y terminé viendo sola, con ronquiditos de fondo. Apagué la TV pensando que no era el título que hubiera elegido para la última peli de mi vida cinéfila. Y entonces todo fue esplendorosamente claro: no había más. No era nadie. Respiraba el aire que podría servir a otros con más sueños, me comía el alimento que otros podrían usar para tener la esperanza de la que yo sólo carezco. Me fui a la cama y pensé en mis hijas, la única responsabilidad mía (¡y de qué tamaño!). Lloré al recordar sus caritas, sus sonrisas, sus voces, sus abrazos. Ellas existen como la muestra palpable de que algún día creí que la vida era hermosa, lo suficientemente buena como para hacer que otros la tuvieran. Ellas no son un error, mi error fue esa falacia, que ahora no puedo continuar más. No puedo mantenerla, ni económica ni espiritualmente. No puedo mentir. La ignorancia la dejó llegar hasta allí, a pesar de los indicios a través de los años, de las muertes, de las “malas rachas”. Pero ahora lo sé, sé que no hay lógica ni correspondencia entre lo que se hace y lo que ocurre, entre lo que se invierte y lo que se cosecha. Sé que el amor puede ser inconmensurable, porque lo ejerzo así, y sé que no es suficiente. Sé que los pensamientos positivos sólo sirven para darse topes contra las paredes una y otra vez, sé que no habrá manos que puedan levantarme más que las mías propias, y ahora no lo hacen. Sé que “la chispa de la vida” no está en una botella, ni en una religión, ni en un trabajo. Sé que uno se la pasa poniendo fe y empeño en cosas y gente que no merece ni valora, sé que el trabajo no da el feliz solaz de la satisfacción pagada o el retiro tranquilo, sé que el cuerpo se acaba y sé que sus placeres son los más ciertos y los más efímeros. Sé que saber devasta, y sé que todas las cosas que no sé me destruirán un día. Sé que cada instante, cada paso, cada idea, cada palabra, puede ser un error que pasará factura eventualmente. Ya no quiero seguir balanceándome sobre esta cuerda floja, quiero dejar las cosas como están para mí, porque sé que siempre pueden ser peores. ¿Quién va a educar a otros con estas verdades? Creo que cuando mis padres llegaron a esta conclusión, el daño estaba hecho. Mejor aún, quiero creer que ellos todavía piensan que la vida es esa oportunidad única para ser feliz. Pero estoy agotada. Y me senté a escribir una nota mucho más corta que ésta, a mano y con mi bolígrafo favorito. Estoy gastada, puse, amo a mis hijas, hago más daño que bien, lo siento. Podría transcribirla, para que diera fe de que pensé en las cosas prácticas como mi cuenta de banco (que tiene sólo el dinero para los próximos pagos), en mi departamento y en el coche que está a mi nombre. Expliqué mi firma paso a paso, para que hicieran cualquier trámite más fácil, y dudé si tendría que dar instrucciones sobre quién podría firmar el acta de defunción para evitar investigación y autopsia. Pero no quise –un último acto de rebeldía para que quien me encontrara hiciera uso de la creatividad autónoma que tengo claro posee. Preparé medio vodka tonic (¿para qué más?) y saqué las pastillitas. Volví a contarlas: doce. Las dividí en grupos de tres, para cuatro tragos, y luego caí en cuenta de que exageraba. Me senté de nuevo en la cama. Lloré otra vez. ¿Conque usando a mis hijas como pretexto para aferrarme? ¡Pero si me la paso siendo una piltrafa todo el tiempo! ¿Qué ejemplo es ése? Mi cerebro se turnaba frases de canciones, el final de Fake Plastic Trees: “If I could be who you wanted all the time” ¿y quién es la que quisiera ser? ¿Quién es la que quisieran los demás que fuera? ¿Sonriente, metódica, irracionalmente optimista? Yo no quiero ser esa. Más importante aún, yo NO SOY esa. No PODRIA ser esa. Serrat dando razones con su Porque la Quería: “Se fue, para siempre, quiso poner a salvo aquella imagen” y sí, yo no confío en mí, y quise asegurarme. Me llevé el vaso a la cama, las pastillas en la mano. Las puse en mi boca. Necesité dos tragos. Me bebí el resto de uno sólo. Como no caí al instante, llevé el vaso al fregadero –que en un disimulado y humilde intento por emular a Sylvia Plath había dejado limpio- y volví a la cama. Las estrellas fluorescentes que pegué al techo entre el cielo raso que pinté para hacer de ese cuarto el de mis hijas me recibieron radiantes. Mi corazón palpitaba con la conciencia de saberme viva por última vez. Quise agregar un toque poético conectándome al Ipod mientras moría. Cerré los ojos.
El domingo los abrí. Rápidamente destruí mi nota. Volví a cerrarlos. Estuve despierta unas horas y dormida muchas más. Me sentí Gauguin, traicionada por mi propio arsénico. Qué irónico. He vivido para ser testigo de otro de mis fracasos. Inútil hasta para dejar de serlo. Ahora ya no tengo fe ni en la muerte.
¡Maldición... me acabé los Tafiles!

¿Qué más hay que decir?

Saturday 7 February 2009

Starlight

Hace ya mucho tiempo que le estoy debiendo al amor un post. Y es que es tan complicado que cada vez que pienso en escribirlo se me antoja tocar tantas aristas que cada una amerita un ensayo. Quizás lo peor –y lo más maravilloso- del amor es que no es estático. Esto implica que no sólo él cambia, sino también las ideas que tenemos de él a través del tiempo. Este humilde espacio es, pues, también momentáneo; lo que aquí exprese es lo que en este instante aplica, lo que ahora es y que continuamente se transforma. Por eso puede que me sienta atraída a iniciar con el pasado, los amores de ayer vistos desde la ventana del hoy. Y debo comenzar con la primera probada del amor, tanto en la propia historia como en todas y cada una de las historias de amor que llegan a hacerse tales, el enamoramiento. Estar enamorado es como estar frente a un cuadro impresionista: todo se ve tan real, tan perfecto, tan vívido, tan lleno de color, tan magnificente. Acercándose a él, con pasitos ávidos, nos lleva a ver las pinceladas, los trazos, las imperfecciones. Aquí mi primer disentimiento con la creencia popular: el amor no es ciego, es el enamoramiento el que es miope. Y conforme conocemos al objeto que nos ha enamorado afinamos la vista. Entonces -si encontramos fascinantes las irregularidades, tolerables los errores, manejables las formas, encantadoras las intensidades del color-, podemos revelar una imagen real sin retoque y sin trucos. A veces en el proceso terminamos con un cuadro de Picasso, digamos; un ojo aquí, una mano allá, algo que nos remite a lo conocido pero en una versión que nos asombra, que nos hipnotiza, que seguimos mirando para encontrar reflejos de lo familiar, de lo que deseamos, de lo que nosotros mismos quisiéramos ser. Y allí entra la poderosa tentación que es poseer. Queremos algo que llamemos nuestro, una fracción, un instante, un recuerdo, una vida, un todo. Queremos descolgar el cuadro y llevárnoslo a casa. Buscamos una forma de que sea parte de nuestra vida; unos le sacan foto, otros le quitan el marco, algunos lo enrollan, otros lo doblan, e incluso hay quien lo corta en pedacitos para que quepa en la maleta de su propia carga. Y también hay quienes compran un espacio nuevo, pintan paredes, vacían todo un cuarto y le ponen iluminación y clima para admirarlo, para poder adorarlo a sus anchas, en todo su esplendor y su belleza. Hasta allí el ejercicio, porque resulta que ese cuadro está vivo y cambia con la luz y no siempre se ve como esperábamos en nuestra mentecita atribulada. Yo no creo haber sido nunca el cuadro de nadie. Más bien me parece que tengo una fuerte vocación apreciativa. No me llamaría una coleccionista, porque de alguna forma los cuadros terminan quedándose en los museos en los que los encontré, ya sea porque no caben en mi casa, ya sea porque termino comprando reproducciones que ni siquiera cuelgo sino que archivo en mi disco duro. Una escaneada y ya, un poema, probablemente más, alguna canción, a veces un libro, y se cierra la carpeta. La reviso de vez en cuando, la ordeno, desecho documentos, borro datos, agrego detalles. Listo. Y en muy remotos casos vuelvo allí, a admirarlo de nuevo en su estado primario, en horario establecido...
Por eso cuando hablo del amor siempre pienso en Londres. Esa ciudad causó en mí el tercer enamoramiento absoluto de mi vida. Cuando la vi desde el aire, cruzada por el Támesis bajo el sol del atardecer, lloré como una idiota. Me faltaban unos meses para cumplir 20 años, y estaba por primera vez completamente sola, lejos de todo lo que entonces consideraba mío. Amé cada segundo que me perdí en sus calles, cada tarde de lluvia, cada edificio de ladrillo. Y cuando volví a verla sola, once años después, una mujer casada en viaje de trabajo, me entregué a ella como una amante ardiente, recorriéndola sin cansarme, aspirando su aroma queriendo que se quedara en mí para lo que me restaba de vida, asombrándome con la puntualidad de su niebla espesa a las 6 de la tarde en Octubre. Lloré de nuevo pero ahora sabiendo que lo nuestro no sería nunca, que quedarme allí no me haría feliz, que entonces empezaría a sufrir sus precios, su tráfico, sus inclemencias, sus habitantes fríos. Ella es perfecta desde aquí, en la memoria, con el profundo acento, con los pubs olorosos, con su metro ruidoso y sus autobuses rojos. La amo como es, y para eso, debo alejarme y recordarla como un Monet.

La que hoy logró sentarme al fin a escribir y cuyo título tomé prestado para esta que amenazo primera entrega de varias sobre el tema. Starlight, del grupo inglés Muse. En sus propias palabras, mis sentimientos:
I will be chasing a starlight
Until the end of my life
I don't know if it's worth it anymore...

*La imagen: Claude Monet, Das Parlament in London, 1904.