Saturday 7 February 2009

Starlight

Hace ya mucho tiempo que le estoy debiendo al amor un post. Y es que es tan complicado que cada vez que pienso en escribirlo se me antoja tocar tantas aristas que cada una amerita un ensayo. Quizás lo peor –y lo más maravilloso- del amor es que no es estático. Esto implica que no sólo él cambia, sino también las ideas que tenemos de él a través del tiempo. Este humilde espacio es, pues, también momentáneo; lo que aquí exprese es lo que en este instante aplica, lo que ahora es y que continuamente se transforma. Por eso puede que me sienta atraída a iniciar con el pasado, los amores de ayer vistos desde la ventana del hoy. Y debo comenzar con la primera probada del amor, tanto en la propia historia como en todas y cada una de las historias de amor que llegan a hacerse tales, el enamoramiento. Estar enamorado es como estar frente a un cuadro impresionista: todo se ve tan real, tan perfecto, tan vívido, tan lleno de color, tan magnificente. Acercándose a él, con pasitos ávidos, nos lleva a ver las pinceladas, los trazos, las imperfecciones. Aquí mi primer disentimiento con la creencia popular: el amor no es ciego, es el enamoramiento el que es miope. Y conforme conocemos al objeto que nos ha enamorado afinamos la vista. Entonces -si encontramos fascinantes las irregularidades, tolerables los errores, manejables las formas, encantadoras las intensidades del color-, podemos revelar una imagen real sin retoque y sin trucos. A veces en el proceso terminamos con un cuadro de Picasso, digamos; un ojo aquí, una mano allá, algo que nos remite a lo conocido pero en una versión que nos asombra, que nos hipnotiza, que seguimos mirando para encontrar reflejos de lo familiar, de lo que deseamos, de lo que nosotros mismos quisiéramos ser. Y allí entra la poderosa tentación que es poseer. Queremos algo que llamemos nuestro, una fracción, un instante, un recuerdo, una vida, un todo. Queremos descolgar el cuadro y llevárnoslo a casa. Buscamos una forma de que sea parte de nuestra vida; unos le sacan foto, otros le quitan el marco, algunos lo enrollan, otros lo doblan, e incluso hay quien lo corta en pedacitos para que quepa en la maleta de su propia carga. Y también hay quienes compran un espacio nuevo, pintan paredes, vacían todo un cuarto y le ponen iluminación y clima para admirarlo, para poder adorarlo a sus anchas, en todo su esplendor y su belleza. Hasta allí el ejercicio, porque resulta que ese cuadro está vivo y cambia con la luz y no siempre se ve como esperábamos en nuestra mentecita atribulada. Yo no creo haber sido nunca el cuadro de nadie. Más bien me parece que tengo una fuerte vocación apreciativa. No me llamaría una coleccionista, porque de alguna forma los cuadros terminan quedándose en los museos en los que los encontré, ya sea porque no caben en mi casa, ya sea porque termino comprando reproducciones que ni siquiera cuelgo sino que archivo en mi disco duro. Una escaneada y ya, un poema, probablemente más, alguna canción, a veces un libro, y se cierra la carpeta. La reviso de vez en cuando, la ordeno, desecho documentos, borro datos, agrego detalles. Listo. Y en muy remotos casos vuelvo allí, a admirarlo de nuevo en su estado primario, en horario establecido...
Por eso cuando hablo del amor siempre pienso en Londres. Esa ciudad causó en mí el tercer enamoramiento absoluto de mi vida. Cuando la vi desde el aire, cruzada por el Támesis bajo el sol del atardecer, lloré como una idiota. Me faltaban unos meses para cumplir 20 años, y estaba por primera vez completamente sola, lejos de todo lo que entonces consideraba mío. Amé cada segundo que me perdí en sus calles, cada tarde de lluvia, cada edificio de ladrillo. Y cuando volví a verla sola, once años después, una mujer casada en viaje de trabajo, me entregué a ella como una amante ardiente, recorriéndola sin cansarme, aspirando su aroma queriendo que se quedara en mí para lo que me restaba de vida, asombrándome con la puntualidad de su niebla espesa a las 6 de la tarde en Octubre. Lloré de nuevo pero ahora sabiendo que lo nuestro no sería nunca, que quedarme allí no me haría feliz, que entonces empezaría a sufrir sus precios, su tráfico, sus inclemencias, sus habitantes fríos. Ella es perfecta desde aquí, en la memoria, con el profundo acento, con los pubs olorosos, con su metro ruidoso y sus autobuses rojos. La amo como es, y para eso, debo alejarme y recordarla como un Monet.

La que hoy logró sentarme al fin a escribir y cuyo título tomé prestado para esta que amenazo primera entrega de varias sobre el tema. Starlight, del grupo inglés Muse. En sus propias palabras, mis sentimientos:
I will be chasing a starlight
Until the end of my life
I don't know if it's worth it anymore...

*La imagen: Claude Monet, Das Parlament in London, 1904.