Tuesday 2 December 2008

No surprises

Hace casi dos años escribí:

El problema es que no siento mi vida como mía. Aprovecho cada momento posible para evadirme. Como un personaje literario, rehuyo los espejos y veo al suelo cuando camino. Diría que lloro por cualquier cosa si no fuera porque no tengo tiempo para llorar y a veces hasta eso requiere una energía de la que carezco. Procuro leer porque evita un poco mi introspección. Me encanta ir al cine para llenar mis ojos con paisajes ajenos. Cada vez más seguido me quito los anteojos para ver lo menos –podría cerrarlos, pero probablemente me dormiría. Me han dicho que soy una persona complicada y una mujer muy inteligente. Me daría orgullo de no ser por los muchos ejemplos a la mano de personas mucho menos “dotadas” pero con mucha más suerte. A mi pesar reconozco que las ventajas que la gente le encuentra a la vida se deben a la ignorancia y al azar. La vida realmente no vale la pena, pero generalmente es demasiado tarde cuando uno se da cuenta. En general sigo aquí por morbo, por ver si acaso existe alguna prueba que defienda el hecho de que uno respire. Y aún peor, que uno haya decidido en un momento de debilidad que era preferible ser que no ser y tenido hijos para compartir esa falacia. Lo triste claro, es que el momento es sólo un momento y ahora no me es posible sostener una hipótesis tan endeble. Mis hijas son maravillosas. Amanda sabe atarse los zapatos y yo jamás le enseñé eso. Es demasiado lista como para ser feliz y eso me da mucha pena. Julia me entristece más porque le veo muchas cosas mías, el carácter, lo apasionada. Tal vez dejar de verme tuviera un efecto positivo. Sé que me quieren, y no quisiera que lo hicieran. No deberíamos encariñarnos con nadie. Al final, no vale la pena. Todos somos eventuales, pasajeros, efímeros. Lo único que tenemos es ahora; y ahora muchas veces es un asco. Pienso que quizá, y ya que no parezco ser capaz de despedirme, debería empezar a hacer conscientes los momentos en los que sí siento que vale la pena estar viva. Tal vez de esa forma pudiera darles algo así como una esperanza y una justificación a mis hijas de por qué están aquí. John Lennon estaba equivocado al decir que la vida era lo que le sucedía a uno mientras estaba ocupado haciendo planes. La vida es lo que sucede mientras, punto. Ojalá hubiera tiempo de planear algo. Sucede mientras duermes, mientras cagas, mientras alguien intenta venderte un seguro, mientras Google te da una respuesta que coincide un 98.5% con tu búsqueda. Sucede mientras el jefe te maltrata, mientras el metro se detiene, mientras te sirves una taza de café, mientras alguien se saca un moco en el auto de al lado. Sucede mientras deseas que suceda todo lo que jamás sucede. Ah, pero hay los que ven el vaso medio lleno, y te mandan mensajes con imágenes de la virgen que acaba de bendecirlos vía internet, y te dicen que des gracias por tener un trabajo de mierda porque hay mucha gente que no tiene ni mierda –ya ni decir trabajo. Y eso es cierto, realmente cada que veo a los muchos jóvenes desempleados que milagrosamente juntan para las varias caguamas del día y, supongo que con muchos esfuerzos, se cooperan para el carrujo de mota y sólo con la buena voluntad de sus padres y madres y vecinos es que tienen estéreo con sus cds del momento y TV para ver el partido (que por cierto no dieron por la señal abierta), entonces verdaderamente me arrepiento de putear. Hay gente jodida, no cabe duda. Y yo tanto que he logrado. Vivo en el departamento de 60 m2 (sí, ya sé, casi dos foxihuevos) en una unidad habitacional en donde lo único residencial es la tarifa del teléfono, construida a mediados de los 60, cuando la gente ni coche tenía y las familias todavía eran de 3 hijos en adelante. El departamento es mío, claro, porque mi abuelo, que vivió en una época en la que sólo con parvulitos se podía hacer dinero, se dejó convencer por su nuera (mi madre), quien luego negoció su propiedad en el divorcio. Y claro, la hija que quedaba viviendo allí se quedó con él –como habían estipulado los esperanzados en que la inteligencia de mi hermana ganaría a la indecisión de mi entonces novio. Tengo un trabajo que no tiene que ver con lo que amo hacer, pero querían a alguien con mi formación y experiencia para hacerlo. O sea, soy un error de elección. Cualquiera con nada de formación pedagógica y un gusto por organizar eventos y vender, sería ideal. Que hayan llegado a la conclusión misteriosa de que querían una “ELT professional” que se creyera que trabajando a las órdenes del imperio iba a llevar todos sus sueños a cabo, y que yo fuera capaz por años de consumir cualquier cosa que tuviera la Union Jack y el acentito pedante de James Bond –incluyendo a Benny Hill, fueron la combinación perfecta para al fin venderme. Resulta que su majestad Elizabeth II me paga y, a pesar de todo lo impresionante que eso suene, ha servido más para hacerme voltear a mi realidad proletaria y sentirme orgullosa de ella, que para reafirmar mi admiración. Hago lo que debo hacer, sí, y me pagan casi tan bien como me explotan. Pero no alcanza. Eso no alcanza para estar feliz. Dice mi jefa que mi trabajo debe gustarme para que salga bien. No lo creo. Es como si pensara que hay que estar enamorado para que un matrimonio dure. Hay cosas que se hacen y funcionan. Eso es todo. Cobro cada quincena y me lleno de ganas de hacer cosas, pero a fin de mes me doy cuenta de que aún no gano lo suficiente para hacerlas. Tengo una hermosa familia. Pero como a mi vida, la veo desde afuera como una foto en la que no me encuentro.

Y el entonces futuro se las arregló para ser un hoy aún más miserable. ¡Es tan lindo vivir...!

Radiohead con su video de No surprises que me describe bien:
"A heart that's full up like a landfill
a job that slowly kills you
bruises that won't heal"
pero, como sabemos, no es sorpresa para nadie.

Thursday 3 July 2008

Gravity

Gravity is working against me
Gravity wants to bring me down...
John Mayer

Durante mi deprimente búsqueda de trabajo me han surgido varias ideas, una de las menos aburridas es hacer una lista de preguntas estúpidas. Sigo coleccionándolas, al parecer con ese único fin, pero en mi entrevista más reciente surgió una que francamente no puede dejarse para luego, principalmente por todo lo que me hizo pensar. Hay que visualizar el contexto: la dirección de una escuela desconocida en medio de una zona industrial en Azcapotzalco. La directora queriendo jugar su papel seriamente, sentada frente a mí en una oficina en donde hay un espacio ridículo en el que tuve que colocar una silla penosamente para sentarme. Me explica que me hará una serie de preguntas con un fin que no alcanzo a entender del todo, y que debo de contestarlas con lo primero que me venga a la mente. Todas son francamente absurdas, pero he tenido un duro entrenamiento últimamente. De pronto dice: “¿Cómo te gustaría morir?” Yo la miro a los ojos queriendo encontrar algún sentido en eso, mientras mi mente sólo puede producir un “como sea”. Pero la parte mía que aún puede distinguir entre lo que los demás quieren escuchar y lo que no, me hace decir “Supongo que nunca he pensado en el cómo” –y prontas en mi cabeza galopan las palabras cáncer, accidente, sangre, definitivo, agonía, molestias, pronto, tragedia- y compongo un “supongo que de muerte natural” pero Y. se ríe de mí. Y ríe tan fuerte que ahoga el resto del cuestionario. El eco de esa risa no me deja mientras sigo el procedimiento, mientras hablo en inglés, mientras planeo una clase, mientras hago un dibujo idiota y escribo su historia, mientras emprendo el largo camino de vuelta a mi mundo. Sólo me deja en silencio cuando lo cambio por la única respuesta que sé honesta: ¿para qué decir cómo? ¿Para qué desear una forma específica de dejar de existir? ¿Con qué fin si a la vida que nunca ha escuchado mis deseos le he permitido ser hasta ahora, le he dejado decepcionarme una y otra vez, la he continuado cada vez con menos expectativas? ¿Por qué esperar de la muerte algo más bondadoso que su llegada? Dejémonos de trivialidades, de añoranzas, de hipocresías. Con tan sólo llegar me hará feliz. Y nada de lo que dice el mundo cuando lo escucha hace que esa verdad cambie. No hablo de culpas, no hay ningún reclamo. Me place ser quien soy, sin más dimensiones que lo que se ve, sin misterios. Y a través de los años he procurado ver en todo esa misma esencia. Juego, porque es la única forma de vivir, a que aún hay algo por descubrir, a que hay secretos que me serán develados a su tiempo, a que yo misma soy un elemento inacabado. Pero ya es suficiente. Lo digo sin rencor y sin asombro, y ofrezco este recuento para probar que en verdad puedo darme por bien servida.
Yo no soy nada más que un conjunto azaroso de circunstancias. Mi cuerpo cambia con los ciclos lunares, con el clima, con la presión externa y con la altura, incluso con mi posición y mi postura. Envejezco, me oxido, me degrado. Me salen canas, pierdo la vista, me crecen las uñas, mi piel se regenera. La hernia incisional empeora y mejora con mi humor, con el esfuerzo o el descanso diarios, con los estados de cuenta y las frustraciones, al igual que la dermatitis que nunca realmente me ha dejado desde que el primero de mis abuelos lo hizo. Mi mente es otra cosa, pero al final no es nada por sí misma. Da vueltas, se rebela, duele. Muchas veces me excede y me domina, y a veces el alcohol es una cura, pero ni siquiera el sueño la detiene. Amo, como sólo se puede amar por decisión propia, a algunos desafortunados seres vivos y ciertas cosas inertes como los libros, que en ese amor cobran vida propia. Me aman, de a poco y constantemente, de lejos y a veces de cerca. Pero nadie de los que lo hacen lo hace mal, sino de acuerdo a lo que puede amarse a esto que ha quedado descrito como yo.
Mi madre es la mejor madre posible. Es tan buena en su papel que intimida, y lo ha hecho siempre. Nada le es imposible, encuentra tiempo para las cosas más inverosímiles, cumple todo compromiso hasta el exceso. Querer ser como ella es una ambición inalcanzable. Cuando era niña me encantaba dibujar, pero terminé abandonando mis fútiles intentos al ver cómo lo hacía ella. Es y ha sido siempre así, aún a pesar de sí misma. Y por ello la amo.
Mi padre es lo que es, y no hay nada qué hacer al respecto. Está cuando lo veo, y el resto del tiempo se difumina entre mis recuerdos. Cuando caigo en la tentación de pensar que algún día fue diferente me detengo a preguntar si acaso no es más bien que yo era otra. No es abuelo de mis hijas y tampoco es mi padre ahora. Es tan sólo él, y le amo sin remedio.
Mi hermana es mi espejo y yo soy el espejo en que ella se mira. Entre nosotras hay reflejos que sólo la otra conoce. Es el pasado presente y todo lo que nunca pude ser. He aprendido a mirarla hasta la médula, esa que igual podríamos donarnos, y a amarla por errar y por seguir, por acertar y regodearse, por no haber entendido aún que no he cometido menos errores que ella, sino que he hallado la manera de perdonarme más veces.
El amor de mi vida es el mejor hombre que conocí jamás. La persona más constante en su bondad, la más solidaria, aunque no coincidamos en lo que las merece. Me sigue a su paso cuando corro, se detiene a acompañarme mientras respiro, me observa desde lejos cuando intento sanar y cuando me levanto aplaude. Confía, y cuando no lo hace sabe mirar hacia otro lado y actuar como si lo hiciera. Lo llevo hasta los límites, lo desarmo y recojo las piezas para armarlo de nuevo, y sigue estando allí, incólume, silencioso. Pone lastres sobre mí sin los que yo sería tan libre que seguro no tendría raíces y me habría perdido.
Mis hijas están hechas de la materia más perfecta que existe. Tan moldeables y finas que no puedo evitar desear no tener que tocarlas para no dejar huellas en esa superficie brillante y magnífica, para no manchar de forma alguna su identidad y su belleza. Nadie ni nada me ha hecho tener sueños o pesadillas más gozosas ni más aterrantes. Las acaricio y siento lo intangible, lo etéreo, lo fugaz. Las observo con la inexpugnable culpa de haberles dado la vida, de haber deseado que fueran sin poder asegurar su felicidad, de haber pecado tanto de egoísmo como para creerme un día digna de su presencia.
Los amigos son planetas fuera del mío. Tierras que visito de vez en vez para admirar su paisaje, para sufrir su clima, para respirar su aire. Algunos llevan años compartiéndose, desde que estaban en la búsqueda de sus propias montañas, como yo, desde que los habitaban seres ahora extintos y los cubría un follaje exótico y un océano límpido. Otros, ya bien definidos, han dejado que sus volcanes despierten para hacer erupción en mi honor, para cubrir espacios con una lava espesa que poco a poco se convierte en roca de formaciones caprichosas mientras nos consume lentamente. Pasean también por mí, me exploran, abren caminos, quitan la hierba, reacomodan las rocas, riegan los árboles; a veces también recorren rutas conocidas y alimentan los bichos a su paso. Saben decir qué quieren y echar mano de mi aprecio, se hacen oír y temen escucharme, pero aún así lo hacen. Y juegan a alinearse conmigo y a alejarse de mí girando a su ritmo único, siguiendo sus propias órbitas.
También llevo conmigo a los que han muerto. El abuelo amoroso, enorme, sin refinar, riéndose a carcajadas, cargando una bolsa de medicinas, compartiendo los antojos infantiles como otro niño; el segundo en marcharse, por quien comprendí que la vejez no era el solaz ni la satisfacción alcanzada, con el ron en la mano y el olor a cigarro, con la poca paciencia que le quedaba y que ni los polvos de Don Pin Pirulando pudieron extender cuando se encontró solo y ya no tenía sentido pintarse el bigote. La abuela que lo amaba con amor de novela, que crió seis hijos y vio morir a otros tantos en sus brazos, que me enseñó a hacer bombas de chicle hasta que se pegó su dentadura, que nos contó su historia una noche de chicas, acostadas en el suelo, quien jamás regresó completamente luego de haber perdido la independencia que la caracterizaba. Y la última en dejarnos, la de las manos nudosas de las que brotaba una comida fabulosa, la inamovible, de cabello como el mío, quien jamás se perdonó y cargó su vida como un sino, la que quiero que salga a mi encuentro para ayudarme a soportarlo si es que hay algo después de esto.
¿Cómo quiero morir? De cualquier forma. En cualquier momento. Por una vez no seré quisquillosa. Tomo prestadas tus palabras, tío Ernesto, con fines mucho menos ejemplares pero claros, porque la promesa de la muerte es lo único que hace la vida soportable: bienvenida sea.

Un talentoso y bello joven llamado John Mayer, interpretando Gravity, la perfecta canción para este estado; yes, please "Just keep me where the light is"...

Friday 29 February 2008

Message in a bottle

Primera parte
En la que una serie de eventos se vuelve trascendente

Just a castaway
An island lost at sea…


Una de las cosas que más he gozado en estos tiempos “sabáticos” –que son menos de los que se cuentan si se les resta lo absorbido por el desánimo–, es poder sumergirme en la infinitud de La Red (con mayúsculas, aunque no sea película, con minúsculas si se prefiere www). El punto es que en algún momento de esos me puse a indagar detalles del deceso de Jorge Ibargüengoitia (sí, sí, fan morbosa) y en el camino me topé con el blog de un colimense que resultó haber sido alumno y ahora amigo de alguien a quien conozco (Lázaro levantado de la memoria de los otros para andar por mi vida hace casi tres años), inequívoco manifiesto de que este no es más que un mundito. No resistí preguntar a mi bíblico contacto sobre el fulano, y como resultado obtuve “es brillante”. Tras recuperarme del shock hepático –no sólo por mi envidiosa reacción ante el hecho de que jamás ha emitido tal juicio sobre mí, que también soy su amiga y también escribo, sino porque caí en cuenta de que nunca lo ha dicho sobre ninguna mujer (discurso feminista al día, eso sí)– volví a visitar el citado blog para ver si podía contagiarme de su “brillantez” (maldita sea, sí considero las opiniones de Lázaro valiosas), y tras algunos minutos de exploración me parecieron más interesantes sus vínculos que sus textos (seguramente porque no soy lo suficientemente brillante). Fue así como entré al mundo de la autonombrada reina gato, cuyas anécdotas me atraparon largamente y me hicieron reír, pero ante todo me hicieron recordar.

Segunda parte
En la que se cuenta cuán joven dejé de ser joven

More loneliness
Than any man could bear
Rescue me before I fall into despair…


Hace no tantos años que yo tenía la misma edad que la autora; de hecho se podría decir que somos extremos de una misma generación, pero en el lapso entre sus 24 y mis 33 yo me volví una ruca. Sus vivencias me transladan más bien al último año de preparatoria y los primeros de facultad, llenos de locuras triviales con las amigas, de la vida bipolar obsesiva del hoy que me llevaba a bandear entre lo absolutamente trágico y lo increíblemente dichoso, del futuro impecable, libro abierto plagado de esperanzas y de sueños que sólo podrían cumplirse. Ya para los 24 mi vocación me había hallado, y daba pasos gigantes en mi carrera. Di clases al hijo del secretario de educación pública de entonces, obtuve el respeto de mis colegas en el Anglo (cosa que no fue fácil), me certifiqué como profesora de idioma en la UNAM y me las ingeniaba estupendamente para dar 42 horas clase a la semana divididas en tres escuelas, una de ellas la secundaria donde estudié. Comía mal y dormía poco, acababa de salir victoriosa de una batalla terrible entre mi ego, el amor de mi vida y una tercera infame, recuperaba el contacto con mi hermana y fue el año en que once años y medio de noviazgo dieron paso al trámite legal por el que ahora comparto mi espacio permanentemente. Bebía los fines de semana, casi siempre tequila, y mi tolerancia al alcohol superaba puntualmente a los valientes que me acompañaban. Fumaba más que ahora, supongo, me acababa la cartelera de cine y tenía sexo constante, dedicado y ruidoso.

Tercera parte
En la que se establece la desazón de escribir sin destino

I should have known this right from the start
Only hope can keep me together
Love can mend your life but love can break your heart…


Ahora, esposa, madre y desempleada, me inicio apenas (y a penas) en esto de la gran vitrina, como dice mi hermana. Me exhibo en el ciberespacio, me planto como soy y me develo, en un escenario prestado que por más que quiero hacer mío me recuerda que nací en los setenta, que leer códigos puede volverme loca, que no me es tan natural como a su alteza gatuna robarme un fondo, jugar con los tamaños y colores de fuente, ni siquiera escribir lo que sea que me venga a la cabeza. Me dejo ver por los ojos de cualquiera, pero no quiero que vean cualquier cosa; quiero que vean algo que merezca digerirse, algo que mueva a la opinión, algo que dé ideas, que fomente también la introspección y el diálogo. Quiero que me lean con avidez, quiero causar reacciones, quiero interactuar. Pero lo mío ha de ser mero narcisismo, afanes de narradora frustrada, ansias de aceptación, necesidad de afecto. Porque esta no es más que una botella echada al mar que cambia de mensaje cada tanto, flotando en un océano inconmensurable con miles de kilómetros de costa. ¿Alcanzará tierra firme? ¿Qué manos descubrirán su contenido? ¿Qué miradas desnudarán mi verborrea? ¿Serán ojos amigos? ¿Por qué casi nunca lo sé?
Es entonces cuando rememoro lo que mi utópica e inocente cabecita imaginó al saber que ya era posible comunicarse por escrito de forma inmediata (originalmente por correo electrónico, nada de mensajería instantánea): larga correspondencia con los amigos lejanos, en tiempo y en distancia, poniéndonos al corriente de los detalles que van haciendo la vida. Más tarde, cuando tuve acceso a este mundo, me di cuenta cuán pronto se pierde el entusiasmo. Una vez establecido el estado general de las cosas, los amigos lejanos siguen igual de lejos, los que no eran amigos continúan de esa forma, y las cosas vitales aún viajan por teléfono o nos fuerzan a hacer el espacio para decirse en vivo –y a veces simplemente extienden nuestra lista de pendientes indefinidos antes de olvidarse para siempre. El inbox se mantiene, sin embargo, constantemente lleno de reenvíos: consejos inútiles, historias absurdas, mensajes espirituales (igual o más inútiles y absurdos), chistes que dan la vuelta una y otra vez, en diferentes idiomas, con imágenes y convertidos en una presentación, personas semi o completamente desnudas “para desearte un buen día”, desconocidos de cualquier parte del mundo sufriendo inimaginables accidentes “para que te diviertas”, y un larguísimo etcétera que ya tendrá su propio espacio aquí mismo algún día. La mayoría de ellos no tiene siquiera un saludo ni la opinión de quien lo manda, y en resumidas cuentas nada dicen. Y el messenger con sus diferentes nombres es sólo una versión más de la clásica plática de taxi: el clima, las últimas noticias, el “bien, gracias ¿y tú?”

Cuarta (y última) parte
En la que no queda más que seguir esperando

Seems I'm not alone at being alone
A hundred billion castaways
Looking for a home…


Al parecer no todo mundo corre con la misma suerte (mientras su majestad y otros suertudos reciben comentarios cada día que escriben, yo estoy en ceros). Es quizá eso lo que ha hecho que haya millones de botellas en blogger, myspace y servicios similares. Tantas voces buscando oídos, tantas palabras queriendo cobrar vida al leerse. Seguiré con las mías; este es mi gran monólogo, retomado cuando vuelvo a reunir las ganas. El mismo que me agobia, el que me cansé de continuar por email con quienes creen que la amistad no interactúa, que va sólo en una vía, que no requiere respuestas. Y aunque no sé lidiar con las ausencias y me confieso incapaz de hacer conversación con el mutismo, me enfurezco, me debato, me entristezco, y lo intento de nuevo. I hope that someone gets my...

Versión de Message in a bottle con un Sting hermoso, de voz perfecta y arracada en la oreja, en un concierto en beneficio de Amnistía Internacional (The Secret Policeman's Other Ball, 1982), cantando sin Police: “sending out an SOS...”

P.D. ¡Cómo deseaba publicar con esta fecha que sólo ocurre cada 4 años!

Tuesday 15 January 2008

And then one day you find ten years have got behind you…

Después de la tercera parte de una vida de trabajo ininterrumpida en lo que considero mi carrera (ELT para los no enterados), pasé a engrosar las filas de los desempleados gracias a una de las tan populares “reestructuraciones” laborales –un eufemismo estúpido para explotar a los que tienen la “suerte” de quedarse y ganar aún más dinero como empresa. Aparte de la angustia y algunos kilos, en estos meses me he hecho acreedora a un pequeño arsenal de asombrosas frases que quisiera compartir como completamente inútiles para el fin con el que fueron expresadas. Dicho fin, supongo, era hacerme sentir mejor, pero como me asaltan las dudas, continúo con mi afán didáctico y comparto las más representativas para que, si usted conoce a alguien que esté pasando por una situación similar (cosa muy probable en este país usurpado por el “presidente del empleo” y sus secuaces), las evite.

“Al menos te liquidaron bien” es una favorita indiscutible. Esa la tuve que escuchar desde el primer día hasta que mi situación dejó de ser noticia, y la oí en varios tonos, desde el que tenía dejo de envidia hasta el que exoneraba a los culpables y los elevaba a la categoría de santos, ejemplificándola con algún caso de los miles a la mano en donde “ni las gracias te dan”. Pero el que habla olvida que no es un regalo sino un derecho, violado u omitido flagrantemente gracias a las sucias políticas laborales de nuestros días. El que una empresa liquide conforme a la ley es una obligación, y no una muestra de buena voluntad. Dejar a alguien sin trabajo sin más justificación que el bien del empleador es una medida desalmada por cualquier lado que se le vea, y con o sin dinero de por medio uno se está quedando sin ingresos quincenales de buenas a primeras.

Una con la que nunca supe si reír o llorar era la clásica “Vas a poder pasar más tiempo con tu familia” No sé de ningún hombre al que la gente se atreva a decirle eso para que se sienta afortunado, y de hecho no solía salir de bocas masculinas. Pero era todavía peor cuando alguna de las féminas que lo pronunciaba agregaba, como para hacerme ver el colmo de mi dicha, “Ya quisiera yo que me dieran una lana y me pudiera quedar en mi casa” ¿Perdón? ¿En verdad creen que trabajan sólo por necesidad? Hay quienes lo hacen, no lo pongo en duda, pero puedo asegurar sin temor a equivocarme que no era el caso de ninguna de las que me lo dijo. ¿No habíamos dejado atrás los días en los que la mujer era la esclava de la casa? ¿Se han dado cuenta de lo que en verdad significa eso? Porque ya hace al menos un par de generaciones en el que las mujeres citadinas no somos criadas para bordar, cocinar y parir ¿eh? No me vengan ahora conque el reconocimiento externo, el éxito profesional y la carrera son mitos urbanos para alejarnos de nuestra verdadera vocación, por favor…

Como indudable ganadora presento una que me quitó el sueño varias noches y me provocó un ataque de bilis: “Bueno, ahora ya sabes qué no hacer”. Esta joyita me la soltó sin previo aviso una tierna jovencita de 19 años que, como afortunada estudiante de tiempo completo, no tiene idea del mundo laboral, y estuve a punto del síncope porque, como una víctima más del recorte de personal, había vivido hasta ese momento con el terror de que alguien pensara que mi despido era justificado. Pero allí comprendí que no existe manera de evitarlo. ¿Cómo creer que mi empleador llegara a decirme que había hecho todo muy bien, que realmente no tenía nada que reclamarme, que sería una pérdida, pero que acababa de dejarme sin trabajo? ¿Cómo no recordar las muchas veces que no dije todo lo que pensaba, las tantas más que extendí el horario, que trabajé en casa, que dormí un par de horas, que dije “sí” a mi costa, que me fumé un cigarro para hiperventilar? Ahora me dan ganas de haberlo dicho todo, de haber cumplido solamente con lo estrictamente necesario, de haber, al menos, mentado un par de madres. Pero lo peor del caso es que entonces la conmovedora frasecita hubiera tenido aún menos sentido porque ahora, en lugar de evitarlo, ya sabría qué hacer para sentirme algo satisfecha y no enfurecida al acordarme de mis jefes.

Y ya que estoy exorcizando algunos de los rencorosos demonios que me rondan gracias a esta experiencia, aprovecho para también poner por escrito otras reacciones que aún no he podido catalogar: la vendedora de cosméticos que me invitó a unírmele, el que me propuso vender dulces y promover revistas, la que no ha sido capaz de hablar del asunto conmigo pero me hizo llegar los clasificados de su periódico, los que cada que me ven me preguntan si ya fui a pedir trabajo... Para ser tantos los que tienen qué decir en estos casos, sorprende que ninguno, salvo mis tres constantes y honrosas excepciones (¡gracias!), ofrezca simplemente un abrazo, llame por teléfono esporádicamente o escriba unas líneas para preguntar: “¿Cómo te sientes?” …y en verdad escuche la respuesta.

Una canción aún más viejita que yo, pero el soundtrack del momento; aquí en vivo en Londres, en 1994 y sin Roger Waters. Si la abren aparte pueden seguir la letra en “About This Video”.