Wednesday 11 March 2009

Failure

Resulta que el sábado pasado me tragué un docena de Tafiles. Había estado rondándome la idea desde que el Dr. Prescripciones Gratis -egresado de la Universidad del Vademécum- me dió la mitad de una pastilla tras uno de esos días en los que simplemente no pude dormir. Me fijé dónde estaban (nada realmente fuera del alcance de mis impulsos suicidas, sinceramente) y con los días lo sentí incluso como una franca invitación. Conté las pastillas: doce. Fáciles de tragar, porque hago esfuerzos hasta con las aspirinas. Aún así me preparé para un fin de semana bueno, aunque el ánimo siempre está a la baja. Pero en la madrugada del viernes, solitita como suelo estar frente a la compu, oyendo a Radiohead incesante y magnífico, llegué a la conclusión de que Idioteque debería escucharse al menos bajo el suave influjo de la mariguana. Por ahí tenía un guardadito añejo (realmente añejo, para los conocedores, porque tenía más de diez años conmigo) que, como buena consumidora hiper-esporádica, me hizo agua la boca. Busqué y rebusqué –eso de vivir con otros tiene muchas desventajas en estas cuestiones- y en lugar de encontrar mi añorado tesoro, encontré otras cosas que me echaron a andar nuevamente la cabeza. ¿Quién es esta persona que comparte mi espacio? ¿Cómo es que llevo más de veinte años invertidos en él sin conocerlo? ¿En qué clase de persona me convierte seguir así? Bueno, y en general ¿por qué sigo aquí –en este lugar, en esta ilusión, en esta vida? ¿Cuál es el caso de abrir los ojos, de levantarse, de seguir los días? Ciertamente no soy rescatable. Para accidentes casuales ya estuvo bien, para experimento ya me harté. Y a pesar de eso me fui a la cama sobria como el gato del vecino (que ya sé que el vecino no lo está tanto), esperando conseguir respuestas a mis ahora varias preguntas, no sólo la inocente “¿dónde está mi mota?”, después del sueño. El sábado me bañé perfumada con olor a toronja, me depilé y me dije que, si nadie lo notaba viva, al menos mi incineración no olería tanto a pelos. Me reí. Puse empeño en mi cabello –todavía algo de mí que a veces quiero. Con el atardecer llegó el momento de hurgar en ese otro. No hubo revelaciones, más “no sé”, otros “ya no me acuerdo”. El Alzheimer selectivo presente de nuevo. Y sin droga, sin ánimo, vacía, incluso maltratada como cada que levanto la mano y cuestiono, vi el DVD que el otro había elegido, que en un intento por ser amable me había invitado a ver y que yo, en un gesto de voluntad incólume (como, aunque nadie crea, tengo muchísimos últimamente) accedí a ver con él y terminé viendo sola, con ronquiditos de fondo. Apagué la TV pensando que no era el título que hubiera elegido para la última peli de mi vida cinéfila. Y entonces todo fue esplendorosamente claro: no había más. No era nadie. Respiraba el aire que podría servir a otros con más sueños, me comía el alimento que otros podrían usar para tener la esperanza de la que yo sólo carezco. Me fui a la cama y pensé en mis hijas, la única responsabilidad mía (¡y de qué tamaño!). Lloré al recordar sus caritas, sus sonrisas, sus voces, sus abrazos. Ellas existen como la muestra palpable de que algún día creí que la vida era hermosa, lo suficientemente buena como para hacer que otros la tuvieran. Ellas no son un error, mi error fue esa falacia, que ahora no puedo continuar más. No puedo mantenerla, ni económica ni espiritualmente. No puedo mentir. La ignorancia la dejó llegar hasta allí, a pesar de los indicios a través de los años, de las muertes, de las “malas rachas”. Pero ahora lo sé, sé que no hay lógica ni correspondencia entre lo que se hace y lo que ocurre, entre lo que se invierte y lo que se cosecha. Sé que el amor puede ser inconmensurable, porque lo ejerzo así, y sé que no es suficiente. Sé que los pensamientos positivos sólo sirven para darse topes contra las paredes una y otra vez, sé que no habrá manos que puedan levantarme más que las mías propias, y ahora no lo hacen. Sé que “la chispa de la vida” no está en una botella, ni en una religión, ni en un trabajo. Sé que uno se la pasa poniendo fe y empeño en cosas y gente que no merece ni valora, sé que el trabajo no da el feliz solaz de la satisfacción pagada o el retiro tranquilo, sé que el cuerpo se acaba y sé que sus placeres son los más ciertos y los más efímeros. Sé que saber devasta, y sé que todas las cosas que no sé me destruirán un día. Sé que cada instante, cada paso, cada idea, cada palabra, puede ser un error que pasará factura eventualmente. Ya no quiero seguir balanceándome sobre esta cuerda floja, quiero dejar las cosas como están para mí, porque sé que siempre pueden ser peores. ¿Quién va a educar a otros con estas verdades? Creo que cuando mis padres llegaron a esta conclusión, el daño estaba hecho. Mejor aún, quiero creer que ellos todavía piensan que la vida es esa oportunidad única para ser feliz. Pero estoy agotada. Y me senté a escribir una nota mucho más corta que ésta, a mano y con mi bolígrafo favorito. Estoy gastada, puse, amo a mis hijas, hago más daño que bien, lo siento. Podría transcribirla, para que diera fe de que pensé en las cosas prácticas como mi cuenta de banco (que tiene sólo el dinero para los próximos pagos), en mi departamento y en el coche que está a mi nombre. Expliqué mi firma paso a paso, para que hicieran cualquier trámite más fácil, y dudé si tendría que dar instrucciones sobre quién podría firmar el acta de defunción para evitar investigación y autopsia. Pero no quise –un último acto de rebeldía para que quien me encontrara hiciera uso de la creatividad autónoma que tengo claro posee. Preparé medio vodka tonic (¿para qué más?) y saqué las pastillitas. Volví a contarlas: doce. Las dividí en grupos de tres, para cuatro tragos, y luego caí en cuenta de que exageraba. Me senté de nuevo en la cama. Lloré otra vez. ¿Conque usando a mis hijas como pretexto para aferrarme? ¡Pero si me la paso siendo una piltrafa todo el tiempo! ¿Qué ejemplo es ése? Mi cerebro se turnaba frases de canciones, el final de Fake Plastic Trees: “If I could be who you wanted all the time” ¿y quién es la que quisiera ser? ¿Quién es la que quisieran los demás que fuera? ¿Sonriente, metódica, irracionalmente optimista? Yo no quiero ser esa. Más importante aún, yo NO SOY esa. No PODRIA ser esa. Serrat dando razones con su Porque la Quería: “Se fue, para siempre, quiso poner a salvo aquella imagen” y sí, yo no confío en mí, y quise asegurarme. Me llevé el vaso a la cama, las pastillas en la mano. Las puse en mi boca. Necesité dos tragos. Me bebí el resto de uno sólo. Como no caí al instante, llevé el vaso al fregadero –que en un disimulado y humilde intento por emular a Sylvia Plath había dejado limpio- y volví a la cama. Las estrellas fluorescentes que pegué al techo entre el cielo raso que pinté para hacer de ese cuarto el de mis hijas me recibieron radiantes. Mi corazón palpitaba con la conciencia de saberme viva por última vez. Quise agregar un toque poético conectándome al Ipod mientras moría. Cerré los ojos.
El domingo los abrí. Rápidamente destruí mi nota. Volví a cerrarlos. Estuve despierta unas horas y dormida muchas más. Me sentí Gauguin, traicionada por mi propio arsénico. Qué irónico. He vivido para ser testigo de otro de mis fracasos. Inútil hasta para dejar de serlo. Ahora ya no tengo fe ni en la muerte.
¡Maldición... me acabé los Tafiles!

¿Qué más hay que decir?

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